Las denominadas “escuchas telefónicas” –intervención de las
comunicaciones telefónicas–, que pueden acordarse como diligencias
instructoras en el ámbito del proceso penal –ordinario o abreviado–,
requieren, para su adopción, del cumplimiento de una serie de
formalidades materiales y procesales que delimitan su aplicación. El
Tribunal Constitucional ha desarrollado toda una doctrina
jurisprudencial en garantía del derecho fundamental del art. 18.3 CE, de
tal manera que el instructor, y con carácter previo a la toma de
decisión, se vea obligado a realizar un juicio de proporcionalidad
concreto que avale tal injerencia, so pena de nulidad. La nueva
regulación normativa viene a colmar un espacio necesario y hartamente
demandado por la jurisprudencia, tanto nacional como de la Unión
Europea, dando cabida así a la “habilitación legal” de la intervención,
en tanto norma fundante de la injerencia en el derecho especialmente
protegido.
Sumario:
El antiguo art. 579.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim.),
según redacción dada por la LO 4/1988, de 25 mayo, establecía:
“Asimismo, el Juez podrá acordar, en resolución motivada, la
intervención de las comunicaciones telefónicas del procesado, si hubiere
indicios de obtener por estos medios el descubrimiento o la
comprobación de algún hecho o circunstancia importante de la causa”.
La intervención de las comunicaciones telefónicas no es asunto nuevo
ni en la práctica procesal, ni en la doctrina ni en la jurisprudencia,
tanto ordinaria como constitucional. De hecho, este corpus
jurisprudencial ha venido a completar la parca regulación normativa en
este aspecto (así lo han puesto de manifiesto las SSTC 26/2006, de 30 de
enero, 184/2003, de 23 de octubre, y 49/1999, de 5 de abril, las SSTEDH
de 18 de febrero de 2003, Prado Bugallo contra España, y de 30 de julio
de 1998, Valenzuela Contreras contra España, y la STS 271/2011, de 13
de abril, entre otras), estableciendo los requisitos necesarios e
imprescindibles que deben tenerse en cuenta a la hora de adoptar tal
medida, en tanto resulta una intromisión o injerencia en el límite
constitucional de un derecho fundamental del sujeto pasivo.
Ha de recordarse que este carácter “legislativo indirecto” de
nuestros Altos Tribunales tiene su razón de ser en el valor
interpretativo de las resoluciones dictadas por el Tribunal
Constitucional (art. 5.1 LOPJ) y en el carácter integrador de la
jurisprudencia del Tribunal Supremo (art. 1.6 CC). Y lo mismo habrá de
predicarse sobre la jurisprudencia del TEDH, que tienen valor vinculante
a tenor del art. 46 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Tal es
así, que nuestro Tribunal Constitucional, en su sentencia 303/1993, de
25 de octubre, vino en afirmar que
“la Jurisprudencia del TEDH… de conformidad con lo dispuesto en el
artículo 10.2 de nuestra Constitución, ha de servir de criterio
interpretativo en la aplicación de los preceptos constitucionales
tuteladores de los derechos fundamentales y que es de aplicación
inmediata en nuestro ordenamiento jurídico”.
Es exponente de todo lo anterior la STS 864/2005, de 22 de junio, que
examina la acomodación del art. 579 de la Ley de Enjuiciamiento
Criminal a las exigencias del Convenio Europeo de Derechos Humanos,
declarándose que la insuficiente regulación legal establecida en el art.
579 LECrim. ha sido adecuadamente completada con las exigencias que al
respecto, tanto el Tribunal Constitucional como el propio Tribunal
Supremo, han requerido para aceptar la validez de las intervenciones
telefónicas, de manera que la suma de la regulación legal y las
exigencias judiciales han conformado un sistema garantista que satisface
las previsiones tanto del Convenio
Europeo de Derechos Humanos (CEDH) como de la doctrina desarrollada por el TEDH.
Amén de lo anterior, y como
prima facie, es de menester el
preguntarnos cuál es el derecho fundamental a proteger en el caso de las
intervenciones telefónicas, partiendo, eso sí, de la especial
protección que los ampara, dados su mayor valor (STC 66/1985, de 23 de
mayo), y sus incuestionables notas de permanencia e imprescriptibilidad
(STC 7/1983, de 14 de febrero).
En el ámbito que nos atañe, el derecho fundamental a proteger se
encuentra consagrado en el art. 18.3 de la Constitución Española (SSTS
248/2012, de 12 de abril, 446/2012, de 5 de junio, 492/2012, de 14 de
junio, 635/2012, de 17 de julio y 644/2012, de 18 de julio),
garantizándose solemnemente el
secreto de las comunicaciones (“se
garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las
postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial"), en
tanto constituye una plasmación singular de la dignidad de la persona y
del libre desarrollo de su personalidad, que son
fundamento del orden político y de la paz social (STC
281/2006, de 9 de octubre, y STS 766/2008, de 27 de noviembre),
integrándose, de esta forma, en la categoría de los derechos de la
persona como ser libre, inherente a la autonomía personal.
Así, y como señala la STC 132/2002, de 20 de mayo,
“en una sociedad tecnológicamente avanzada como la actual, el secreto
de las comunicaciones constituye no sólo garantía de libertad
individual, sino instrumento de desarrollo cultural, científico y
tecnológico colectivo” (vid. también STC 81/1998, de 2 de abril),
de tal manera que el derecho al secreto de las comunicaciones
trasciende de mera garantía de la libertad individual, para constituirse
en medio necesario para ejercer otros derechos fundamentales (STS
301/2013, de 13 de abril).
Es más, la intervención de las comunicaciones puede afectar, en
variadas formas, a otros derechos fundamentales distintos del secreto de
las comunicaciones y así, conforme a la STC 123/2002, de 20 de mayo,
“este reconocimiento autónomo del derecho (art. 18.3) no impide
naturalmente que pueda contribuir a la salvaguarda de otros derechos,
libertades o bienes constitucionalmente protegidos, como el secreto del
sufragio activo, la libertad de opinión, ideológica y de pensamiento, de
la libertad de empresa, la confidencialidad de la asistencia letrada o,
naturalmente también, el derecho a la intimidad personal y familiar”.
El actual art. 18.3 de nuestra Constitución tiene su antecedente más
lejano en el Decreto de la Asamblea Nacional Francesa de 10 de agosto de
1970, en virtud del cual
“le secret des lettresest inviolable”,
y, en el ámbito nacional, en las Constituciones de 1869, 1876 y 1931,
esta última en su art. 32, a cuyo tenor “queda garantizada la
inviolabilidad de la correspondencia en todas sus formas, a no ser que
se dicte auto judicial en contrario”, así como en el Fuero de los
Españoles de 1945, en su art. 13.
Desde una perspectiva internacional, este derecho viene inserto en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de
1948, en su art. 12 –“nadie será objeto de injerencias arbitrarias en su
vida privada, su familia, su domicilio o su correspondencia, ni de
ataques a su honra o a su reputación. Toda persona tiene derecho a la
protección de la ley contra tales injerencias o ataques”–, en el Pacto
Internacional de Derechos Civiles y Políticos, de 16 de diciembre de
1976, en su art. 17 –“1. Nadie será objeto de injerencias arbitrarias o
ilegales en su vida privada, su familia, su domicilio o su
correspondencia, ni de ataques ilegales a su honra y reputación. 2. Toda
persona tiene derecho a la protección de la ley contra esas injerencias
o esos ataques”–, en el Convenio Europeo para la Protección de los
Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, de 4 de noviembre de
1950, en su art. 8 –“1. Toda persona tiene derecho al respeto de su
vida privada y familiar, de su domicilio y de su correspondencia. 2. No
podrá haber injerencia de la autoridad pública en el ejercicio de este
derecho sino en tanto en cuanto esta injerencia esté prevista por la ley
y constituya una medida que, en una sociedad democrática, sea necesaria
para la seguridad nacional, la seguridad pública, el bienestar
económico del país, la defensa del orden y la prevención de las
infracciones penales, la protección de la salud o de la moral, o la
protección de los derechos y las libertades de los demás”–, y en la
Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, de 18 de diciembre
de 200, en su art. 7 –“ toda persona tiene derecho al respeto de su vida
privada y familiar, de su domicilio y de sus comunicaciones”–, que
constituyen, por sí mismos, parámetros para la interpretación de los
derechos fundamentales y libertades reconocidos en nuestra Constitución
(art. 10.2º), y garantizan de modo expreso el derecho a no ser objeto de
injerencias en la vida privada y en la correspondencia.
Estas nociones consagradas en los tratados y acuerdos internacionales
incluyen el secreto de las comunicaciones telefónicas, según una
reiterada doctrina jurisprudencial del Tribunal Europeo de Derechos
Humanos (STEDH caso Golder de 21 de febrero de 1975, reiterada con
posterioridad en las SSTEDH de 25 de marzo de 1983, caso Silver, y de 28
de junio de 1984, caso Campbell, entre otras).
En el art. 18.3 CE, como decimos, se protege el secreto de las
comunicaciones, si bien en él no se determina el contenido conceptual ni
de secreto, ni de comunicación, ni tampoco se establece el ámbito de su
protección, ni si los medios señalados –comunicaciones postales,
telegráficas y telefónicas– deben entenderse como exclusivos y
excluyentes o sólo como enunciativos (no es de extrañar tal cuestión,
pues la Carta Magna no es el lugar idóneo para ello, entre otras
razones, debiendo corresponder a la legislación ordinaria, a través de
la reserva de ley orgánica –art. 81.1 CE–, el “desarrollo de los
derechos fundamentales y de las libertades públicas”).
Mas ni que decir tiene que la legislación de desarrollo no entró
desde 1978 a definir y limitar los conceptos aludidos, dejando tal
extremo a la interpretación jurisdiccional, como ya adelantamos
anteriormente.
Así las cosas, y en lo que se refiere al concepto de
“secreto”, el Tribunal Constitucional, en su sentencia 114/1984, de 29 de noviembre, vino en señalar:
“Ocurre, en efecto, que el concepto de 'secreto' en el art. 18.3
tiene un carácter 'formal', en el sentido de que se predica de lo
comunicado, sea cual sea su contenido y pertenezca o no el objeto de la
comunicación misma al ámbito de lo personal, lo íntimo o lo reservado”,
revitalizando así la interrelación entre el secreto de las
comunicaciones y la libertad de comunicación, y ello porque el derecho
al secreto es independiente del contenido de la comunicación, debiendo
respetarse aunque lo comunicado no se integre en el ámbito de la
privacidad (STC 70/2002, de 3 de abril).
El Tribunal Constitucional sentenció la idea de que a través de la
imposición a todos del secreto se protege la libertad de las
comunicaciones, dado que aquél tiene en el art. 18.3 CE un carácter
formal, a diferencia del exigible en el art. 18.1 que tiene un carácter
material. De esta forma se presume formalmente
iuris et de iure
que todo lo comunicado es secreto, independientemente de cuál sea su
contenido material (ver al respecto la obra de Rebollo Delgado, L., "El
secreto de las comunicaciones: problemas actuales", en:
Revista de Derecho Político, 48-49 [2000], 351-382).
En lo que se refiere a la
“comunicación”, ésta debe entenderse, siguiendo al Prof. Jiménez Campo ("La garantía constitucional del secreto de las comunicaciones", en:
Revista Española de Derecho Constitucional, 20 [1987], 42 y siguientes), como el
“proceso de transmisión de mensajes, un proceso en cuyo curso se
hacen llegar a otro expresiones del propio pensamiento articuladas en
signos no meramente convencionales”.
Es decir, que la comunicación puede darse a través de palabras o
signos que permitan tal interrelación entre los sujetos emisor y
receptor, de tal manera que las comunicaciones comprendidas en este
derecho han de ser aquellas indisolublemente unidas por naturaleza a la
persona, a la propia condición humana; por tanto, la comunicación es a
efectos constitucionales el proceso de transmisión de expresiones de
sentido a través de cualquier conjunto de sonidos, señales o signos (STC
281/2006, de 9 de octubre, y STS 766/2008, de 27 de noviembre).
En palabras de la prof. Elvira Perales ("Derecho al secreto de las comunicaciones", en:
Breviarios Jurídicos, 2007),
“la mera incidencia en la comunicación (conocer quiénes son los
comunicantes, a quién se dirige la comunicación o la frecuencia o
duración de la comunicación), sin necesidad de conocer el contenido de
la misma, se considerará ya como vulneración del secreto”,
porque, y con independencia del ámbito objetivo del concepto de
comunicación, la norma constitucional se dirige inequívocamente a
garantizar su impenetrabilidad por terceros (públicos o privados: el
derecho posee eficacia
erga omnes) ajenos a la comunicación
misma, por lo que la presencia de un elemento ajeno a aquéllos entre los
que media el proceso de comunicación –emisor y receptor–, es
indispensable para configurar el ilícito constitucional aquí perfilado
(STC 114/1984, de 29 de noviembre).
Así pues, la norma constitucional defiende y garantiza el secreto de
la comunicación entre los mismos interlocutores, pues como ha dejado
sentado la jurisprudencia de nuestro Tribunal Constitucional, la
revelación de la comunicación por uno de los intervinientes en la misma
no se configura como vulneración del art. 18.3 CE, sino como una
violación del derecho a la intimidad del art. 18.1 CE, en tanto
“la protección del derecho al secreto de las comunicaciones alcanza
al proceso de comunicación mismo, pero finalizado el proceso en que la
comunicación consiste, la protección constitucional de lo recibido se
realiza en su caso a través de las normas que tutelan la intimidad u
otros derechos” (STC 70/2002, de 03 de abril).
Por otra parte, el art. 18.3 CE señala expresamente las
comunicaciones postales, telegráficas y telefónicas, guardando silencio
respecto de cualesquiera otro tipo de comunicación. No obstante esta
singularidad, y a partir de la expresión constitucional “y en especial”,
está comúnmente aceptado que el Constituyente, conocedor de los nuevos
movimientos y avances tecnológicos, no quiso cerrar herméticamente los
medios de comunicación posibles, sino que realizó una singular
enumeración –la más conocida en aquella época–, estableciendo un sistema
de
numerus apertus, tanto de medios como de soportes.
En atención a lo anterior puede afirmarse que
“la protección constitucional del secreto de las comunicaciones
abarca todos los medios de comunicación conocidos en el momento de
aprobarse la norma fundamental, y también los que han ido apareciendo o
puedan aparecer en el futuro, no teniendo limitaciones derivadas de los
diferentes sistemas técnicos que puedan emplearse (SSTS 367/2001, de 22
de marzo, y 1377/1999, de 8 de febrero)” (STS 301/2013, de 13 de abril).
Respecto de las
intervenciones telefónicas, su
regulación y habilitación legal no estuvo siquiera mínimamente clara
hasta la aprobación de la Ley Orgánica 4/1988, de 25 mayo, en virtud de
la cual se modificaba la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Tal es así, que
la STS de 07 de noviembre de 1997, llega a afirmar, incluso con tintes
de reproche, que
“ha sido la Ley Orgánica 4/1988, de 25 mayo, de reforma de la LECrim.
la que normativiza por vez primera las interceptaciones telefónicas, si
bien lo realiza de forma incompleta, defraudando un tanto las
expectativas forjadas ante el anunciado desarrollo legislativo de las
previsiones contenidas en el artículo 55 de la CE.(...). La orfandad
reguladora de la Ley Procesal con anterioridad a la Ley Orgánica 4/1988
era casi absoluta”.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha venido en definir qué debe
entenderse como intervención telefónica, señalando que éstas
–vulgarmente denominadas “escuchas telefónicas”–, que de por sí implican
una actividad de control de las comunicaciones entre particulares a
través de dicho medio,
“pueden conceptuarse como unas medidas instrumentales que suponen una
restricción del derecho fundamental del secreto de las comunicaciones y
que aparecen ordenadas por el Juez de instrucción en la fase
instructora o sumarial del procedimiento penal, bien frente al imputado,
bien frente a otros con los cuales éste se comunique, con la finalidad
de captar el contenido de las conversaciones para la investigación de
concretos delitos y para la aportación, en su caso, de determinados
elementos probatorios” (por todas, STS de 31 de octubre de 1994),
de tal manera que cumplen una doble función o naturaleza en el orden
penal: servir de fuente de investigación de delitos –función
investigadora–, y servir de prueba de la comisión de delitos –función
probatoria– (SSTS de 11 de octubre de 1994, de 17 de noviembre de 1994,
de 24 de marzo de 1999, de 06 de noviembre de 2000, de 28 de junio de
2005 y de 16 de diciembre de 2005).
a) Introducción
Como hemos señalado al inicio de este trabajo, la jurisprudencia,
tanto nacional como europea, ha sido la gran artífice del marco en el
que debían desenvolverse la adopción y seguimiento de este tipo de
medidas, y ello como consecuencia del silencio “alarmante” que durante
largo tiempo ha guardado el legislador, el cual, y a pesar de las
numerosas modificaciones legislativas sufridas en el ámbito penal, nunca
ha entrado a regular lo relacionado con estas injerencias, del todo
necesarias para la instrucción de determinados delitos.
La elaboración de cuáles han de ser los presupuestos y el contenido
de estos elementos –ya materiales, ya procesales– ha dado lugar a
numerosas sentencias y estudios doctrinales, que han ido conformando y
consolidando el proceder de la actuación jurisdiccional, de tal manera
que fuera de su estricta observancia la legitimidad constitucional de la
intervención decaería en vulneración del derecho fundamental. Sin ánimo
de agotar toda la jurisprudencia al respecto, extracto brevemente los
elementos que constituyen sus presupuestos legales y materiales, a
saber:
“a) resolución judicial, b) suficientemente motivada, c) dictada por
Juez competente, d) en el ámbito de un procedimiento jurisdiccional, e)
con una finalidad específica que justifique su excepcionalidad,
temporalidad y proporcionalidad, y f) judicialmente controlada en su
desarrollo y práctica.” (SSTEDH de 06 de septiembre de 1978, caso Klass y
otros; caso Schenk, sentencia de 12 de julio de 1988; casos Kruslin y
Huvig, sentencias 193, ambas de 24 de abril de 1990; caso Ludwig,
sentencia de 15 de junio de 1992; caso Halford, sentencia de 25 de junio
de 1997; caso Kopp, sentencia de 25 de marzo de 1998; caso Valenzuela
Contreras, sentencia de 30 de julio de 1998; caso Lambert, sentencia de
24 de agosto de 1998; y caso Prado Bugallo, sentencia de 18 de febrero
de 2003, así como, por todas, las SSTS 271/2011, de 13 de abril, y
301/2013, de 18 de abril).
Las nuevas disposiciones introducidas en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (arts. 588 bis a - 588 octies) en virtud de la
Ley Orgánica 13/2015, de 05 de octubre,
calcan estos requisitos elevándolos a la categoría de normativa,
colmando así el deseo y las peticiones unánimes tanto de la doctrina
como de la jurisprudencia (por todas la STC 184/2003, de 23 de octubre).
En especial, el art. 588 bis a.1, bajo el título de “Principios rectores”, señala:
“Durante la instrucción de las causas se podrá acordar alguna de las
medidas de investigación reguladas en el presente capítulo siempre que
medie autorización judicial dictada con plena sujeción a los principios
de especialidad, idoneidad, excepcionalidad, necesidad y
proporcionalidad de la medida”.
b) Habilitación legal: casuística
En primer lugar, y como punto de partida, se ha de traer a colación
lo hartamente manifestado por nuestro Alto Tribunal, y es que
“por mandato expreso de nuestra Constitución, toda injerencia estatal
en el ámbito de los derechos fundamentales y las libertades públicas,
que incida directamente sobre su desarrollo (art. 81.1 CE), o limite o
condicione su ejercicio (art. 53.1 CE), precisa, además, de habilitación
legal” (por todas, STC 49/1999, de 05 de abril),
de tal manera que en esta “reserva de Ley”, y sólo de Ley (SSTC
8/1981, 34/1995, 47/1995 y 96/1996), el legislador garantice la
seguridad jurídica en la penetración del derecho fundamental, en tanto
dicha seguridad es la “suma de legalidad y certeza del Derecho” (STC
27/1981), pues en ella
“debe definir las modalidades y extensión del ejercicio del poder
otorgado con la suficiente claridad para aportar al individuo una
protección adecuada contra la arbitrariedad” (STC 169/2001, de 16 de
julio),
claridad y precisión normativa que debe cumplir con el canon de
previsibilidad (SSTEDH, 26 de abril de 1979, caso Sunday Times, § 49; 25
de marzo de 1983, caso Silver, § 85 y siguientes; 2 de agosto de 1984,
caso Malone, § 66 y siguientes; de 24 de abril de 1990, caso Kruslin y
Huvig, § 27 y siguientes; de 30 de julio de 1998, caso Valenzuela, § 46 y
siguientes; de 20 de mayo de 1999, caso Rekveny, § 34; de 25 de
noviembre de 1999, caso Hashman y Harrup, § 31; de 16 de febrero de
2000, caso Amann, §§ 50, 55 y siguientes; de 4 de mayo de 2000, caso
Rotaru, § 52 y siguientes), de tal manera que
“permita al individuo regular su conducta conforme a ella y predecir
las consecuencias de la misma […] En síntesis, las disposiciones
alegadas deben ser examinadas desde la triple condición que exige
nuestra Constitución sobre la previsión legal de las medidas limitadoras
de derechos fundamentales: la existencia de una disposición jurídica
que habilite a la autoridad judicial para la imposición de la medida en
el caso concreto, el rango legal que ha de tener dicha disposición, y la
calidad de Ley como garantía de seguridad jurídica.” (STC 169/2001).
Dicha
habilitación genérica tenía su sede en el art.
579.2 LECrim., si bien, y a partir de la modificación, el nuevo
precepto que alberga tal facultad de intervenir las
comunicaciones telefónicas es el art. 588 ter a), del mismo cuerpo legal, a cuyo tenor:
“La autorización para la interceptación de las comunicaciones
telefónicas y telemáticas solo podrá ser concedida cuando la
investigación tenga por objeto alguno de los delitos a que se refiere el
artículo 579.1 de esta ley o delitos cometidos a través de instrumentos
informáticos o de cualquier otra tecnología de la información o la
comunicación o servicio de comunicación”,
disposición que habrá que poner en necesaria relación con los arts.
588 bis a) y siguientes, reguladores de las disposiciones comunes a
todas las medidas que suponen una mayor injerencia en el art. 18.3 CE
(interceptación de las comunicaciones telefónicas y telemáticas, la
captación y grabación de comunicaciones orales mediante la utilización
de dispositivos electrónicos, la utilización de dispositivos técnicos de
seguimiento, localización y captación de la imagen, el registro de
dispositivos de almacenamiento masivo de información y los registros
remotos sobre equipos informáticos).
En lo que se refiere a las
comunicaciones entre abogado-cliente,
el nuevo art. 118.4 LECrim., tras solemnizar que las mismas tienen el
“carácter de confidencial”, declara nulas las grabaciones de las mismas,
ordenando su inmediata eliminación, a pesar de haber sido acordadas en
cumplimiento de los presupuestos legales, salvo que
“se constate la existencia de indicios objetivos de la participación
del abogado en el hecho delictivo investigado o de su implicación junto
con el investigado o encausado en la comisión de otra infracción penal,
sin perjuicio de lo dispuesto en la Ley General Penitenciaria”.
Por su parte, y en lo que se refiere a la interceptación y grabación
de las comunicaciones, tanto en lugares abiertos como cerrados (ej: los
domicilios, los calabozos policiales,…), lo que se define como
“comunicaciones orales directas”, el art. 588 quáter a) LECrim., habilita
“la colocación y utilización de dispositivos electrónicos que
permitan la captación y grabación de las comunicaciones orales directas
que se mantengan por el investigado, en la vía pública o en otro espacio
abierto, en su domicilio o en cualesquiera otros lugares cerrados. Los
dispositivos de escucha y grabación podrán ser colocados tanto en el
exterior como en el interior del domicilio o lugar cerrado”.
Respecto de las
comunicaciones entre abogado-interno en centro penitenciario, reservadas únicamente a los casos de terrorismo, se consagra en el art. 51.2 de la
Ley General Penitenciaria, que establece que
“las comunicaciones de los internos con el Abogado defensor o con el
Abogado expresamente llamado en relación con asuntos penales y con los
Procuradores que los representen, se celebrarán en departamentos
apropiados y no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de
la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo”.
En referencia al
Centro Nacional de Inteligencia, el artículo único.1 de la
Ley Orgánica 2/2002, de 06 de mayo establece que
“El Secretario de Estado Director del Centro Nacional de Inteligencia
deberá solicitar al Magistrado del Tribunal Supremo competente,
conforme a la Ley Orgánica del Poder Judicial, autorización para la
adopción de medidas que afecten a la inviolabilidad del domicilio y al
secreto de las comunicaciones, siempre que tales medidas resulten
necesarias para el cumplimiento de las funciones asignadas al Centro”.
Por su parte, el art. 7 de la
Ley 25/2007, de 18 de diciembre, regula la necesaria autorización judicial previa para la
cesión de los datos conservados por los operadores de telefonía.
La ya derogada Ley 32/2003, de 23 de noviembre, General de las Telecomunicaciones, en su art. 33.2, y en relación a la
interceptación de la comunicaciones electrónicas
por los operadores que exploten dichas redes públicas, señalaba la
necesidad de resolución judicial previa, en clara y expresa remisión a
la regulación procesal criminal.
Actualmente, la
LGT 9/2014, de 9 de mayo,
es mucho más explícita, concisa y contundente que su antecesora,
señalando en su art. 5, y bajo la rúbrica de “Principios aplicables” –es
importante señalar esta ubicación sistemática y su
nomen–, en su apartado 3, lo siguiente:
“Las medidas que se adopten en relación al acceso o al uso por parte
de los usuarios finales de los servicios y las aplicaciones a través de
redes de comunicaciones electrónicas respetarán los derechos y
libertades fundamentales, como queda garantizado en el Convenio Europeo
para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales, en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión
Europea, en los principios generales del Derecho comunitario y en la
Constitución Española.
Cualquiera de esas medidas relativas al acceso o al uso por parte de
los usuarios finales de los servicios y las aplicaciones a través de
redes de comunicaciones electrónicas, que sea susceptible de restringir
esos derechos y libertades fundamentales solo podrá imponerse si es adecuada, proporcionada y necesaria en una sociedad democrática, y su aplicación estará sujeta a las salvaguardias de procedimiento
apropiadas de conformidad con las normas mencionadas en el párrafo
anterior. Por tanto, dichas medidas solo podrán ser adoptadas respetando
debidamente el principio de presunción de inocencia y el derecho a la
vida privada, a través de un procedimiento previo, justo e imparcial,
que incluirá el derecho de los interesados a ser oídos, sin perjuicio
de que concurran las condiciones y los arreglos procesales adecuados en
los casos de urgencia debidamente justificados, de conformidad con el
Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades
Fundamentales. Asimismo, se garantizará el derecho a la tutela judicial
efectiva y en tiempo oportuno”.
Como
excepción a la previa resolución judicial,
encontramos la posibilidad regulada en el art. 51.5 de la Ley General
Penitenciaria, y, entendemos, referida únicamente a las
comunicaciones entre internos en centro penitenciario, habida cuenta
“las comunicaciones orales y escritas previstas en este artículo
podrán ser suspendidas o intervenidas motivadamente por el Director del
establecimiento, dando cuenta a la autoridad judicial competente”,
si bien a este respecto ha de señalarse que no sería lícita por
contraria al derecho a no confesarse culpable, la utilización de un
compañero de celda en connivencia con la policía para provocar la
confesión y grabarla (SSTEDH de 12 de mayo de 2000 Khan contra Reino
Unido y 25 de septiembre de 2001 P. G. y J. H. contra Reino Unido; SSTS
178/1996, de 01 de marzo, y 513/2010, de 02 de junio).
Otra
excepción es la consagrada en el art. 55.1 de la Constitución Española, referido al
estado de sitio y excepción, desarrollado por la
Ley Orgánica 4/1981, de 01 de junio.
El nuevo art. 588 ter d.3 LECrim., viene en reubicar y reescribir la
excepción ya existente en el antiguo art. 579.4, del mismo cuerpo legal, en atención a la previsión de que el
Ministro del Interior o, en su defecto, el Secretario de Estado de Seguridad,
puedan ordenar la intervención, siempre que concurran, de manera
acumulativa, los siguientes requisitos: caso de urgencia, se trate de
delitos relacionados con bandas armadas o elementos terroristas, y
existan razones fundadas que hagan imprescindible la medida. Como
obligación inexcusable habrán de comunicarlo inmediatamente al juez
competente en el plazo máximo de veinticuatro horas desde su adopción,
haciendo expresa constancia de los extremos señalados en la norma.
c) Autorización judicial
Siguiendo a la Fiscalía General del Estado, en su Circular 2/2013,
“no se puede, en ningún caso ni con ningún pretexto, adoptar medidas
que puedan afectar al derecho constitucional sin la intervención
absolutamente imparcial del Juez (STS nº 248/2012, de 12 de abril)”,
extremo hartamente reiterado y consolidado en nuestra jurisprudencia
(por todas, SSTC 136 y 239/2006, y STS 271/2011, de 13 de abril). Este
principio de judicialidad
fue puesto de manifiesto de una manera muy clara en la STS 35/2013, de
18 de enero, en la que se determinaban como sus consecuencias derivadas
necesarias, las siguientes:
“a) Que solo la autoridad judicial competente puede autorizar el
sacrificio del derecho a la intimidad. b) Que dicho sacrificio lo es con
la finalidad exclusiva de proceder a la investigación de un delito
concreto y a la detención de los responsables, rechazándose las
intervenciones predelictuales o de prospección. Esta materia se rige por
el principio de especialidad en la investigación. c) Que por ello la
intervención debe efectuarse en el marco de un proceso penal abierto,
rechazándose la técnica de las Diligencias Indeterminadas” (vid. también
SSTS 639/2012, de 18 de julio, 726/2012, de 2 de octubre, 776/2012, de 9
de octubre, 69/2013, de 31 de enero, y 934/2012, de 28 de noviembre).
El Tribunal Supremo, en su sentencia de 25 de mayo de 1993, ha
considerado inadmisible que el Fiscal pida al Juez la intervención en el
seno de unas diligencias de investigación conforme al art. 5 EOMF y que
simultáneamente siga con tal tramitación pues
“el Ministerio Fiscal agota las posibilidades de investigación
preliminar en el momento en que se dirige a la autoridad judicial o al
órgano instructor para que adopte medidas de limitación de los derechos
fundamentales poniendo en su conocimiento la existencia de unos hechos
que presentan caracteres delictivos. Desde ese momento las facultades de
investigación se traspasan al Juez instructor”.
Por tanto, si el Fiscal que tramita unas diligencias de investigación
considera necesario solicitar una diligencia de intervención
telefónica, lo que deberá hacer es interesar tal intervención,
judicializando simultáneamente y sin solución de continuidad sus
diligencias (Circular 2/2013, FGE).
Con la nueva regulación, el art. 588 bis a) LECrim. consagra tal
exigencia con la expresión “siempre que medie autorización judicial”,
mas será el nuevo art. 588 bis c) el que se dedique expresamente a
señalar el contenido de la resolución, así como el plazo que tiene el
Juez para emitirla.
Así, y desde la solicitud de la medida a instancia del Ministerio
Fiscal o de la Policía Judicial (art. 588 bis b., como disposición
común, y art. 588 ter d., específica para la intervención telefónica),
que habrá de ser tramitada en pieza separada (art. 588 bis d.), el Juez
de instrucción tendrá el plazo máximo de veinticuatro horas para
autorizarla o denegarla.
d) Dictada en procedimiento penal
En consecuencia, la resolución judicial –que ha de tomar
necesariamente la forma de Auto, y nunca de Providencia (STC 181/1995,
de 11 de diciembre)–, debe ser
emitida necesariamente en el curso de un procedimiento penal,
que permite hacer controlable, y con ello jurídicamente eficaz, la
propia actuación judicial, desterrándose su adopción en las llamadas
diligencias indeterminadas,
“a no ser que de manera inmediata y previa al desarrollo o ejecución
de la medida, se incorpore a unas diligencias previas o a otro proceso
legalmente admitido, del que necesariamente se tiene que dar cuenta al
Ministerio Público para posibilitar el recurso y el control. La
ejecución, desarrollo y cese de la intervención en diligencias
indeterminadas, con absoluto secreto incluso para el Fiscal, determina
en todo caso la nulidad de la prueba” (SSTC 197/2009, de 28 de
septiembre y 72/2010, de 18 de octubre, entre otras).
Para el TC el hecho de que la decisión judicial se lleve a cabo en las denominadas diligencias indeterminadas no implica,
per se,
la vulneración del derecho al secreto de las comunicaciones, pues lo
relevante a estos efectos es la posibilidad de control, tanto de un
control inicial (ya que, aun cuando se practiquen en esta fase sin
conocimiento del interesado, que no participa en ella, aquél ha de
suplirse por la intervención del Ministerio Fiscal, garante de la
legalidad y de los derechos de los ciudadanos por lo dispuesto en el
art. 124.1 CE), como de otro posterior (esto es, cuando se alza la
medida, control por el propio interesado que ha de poder conocerla e
impugnarla)… no se quiebra esa garantía cuando, adoptada la medida en el
marco de unas diligencias indeterminadas, éstas se unen, sin solución
de continuidad, al proceso incoado en averiguación del delito,
"satisfaciendo así las exigencias de control de cese de la medida
que, en otro supuesto, se mantendría en un permanente, y por ello
inaceptable, secreto" (SSTC 259/2005, de 24 de octubre, 49/1999, de 5 de
abril y 126/2000, de 16 de mayo).
El nuevo art. 588 bis a) LECrim., habla de “durante la instrucción”,
dejando claro que la medida podrá solicitarse y adoptarse en el
procedimiento ordinario –sumario– (art. 299 y ss. LECrim.), así como en
el abreviado –diligencias previas– (art. 774 y ss. LECrim.), y en ningún
otro, habida cuenta no puede hablarse técnicamente y en puridad
jurídica de verdadera instrucción ni en los juicios rápidos (art. 795 y
ss. LECrim.), ni menos aún en el enjuiciamiento de los nuevos delitos
leves (art. 962 y ss. LECrim.).
e) Resolución motivada
Así mismo, y como criterio esencial, dicha resolución ha de estar
adecuadamente motivada,
siendo imprescindible a tal fin que el órgano judicial exteriorice –por
sí mismo en la resolución judicial o por remisión a la solicitud
policial, cuyo contenido puede integrar aquélla– la existencia de los
presupuestos materiales de la intervención.
El fundamento de esta exigencia cualificada de motivación se explica
en aras del respeto del derecho de defensa del sujeto pasivo de la
medida pues, por la propia finalidad de ésta, la defensa no puede tener
lugar en el momento de su adopción (SSTC 26/2010, de 27 de octubre,
72/2010, de 18 de octubre, 197/2009, de 28 de septiembre, y 167/2002, de
18 de septiembre).
Es doctrina reiterada del Tribunal Supremo y del Tribunal
Constitucional que esta motivación constituye una exigencia inexcusable
por la necesidad de justificar el presupuesto legal habilitante de la
intervención (STC 253/2006, de 11 de septiembre), pero también que en el
momento inicial del procedimiento en el que ordinariamente se acuerda
la intervención telefónica no resulta exigible una justificación fáctica
exhaustiva, pues se trata de una medida adoptada, precisamente, para
profundizar en una investigación no acabada (SSTS 1240/98, de 27 de
noviembre, 1018/1999, de 30 de septiembre, 1060/2003, de 21 de julio,
248/2012, de 12 de abril y 492/2012, de 14 de junio, entre otras), por
lo que únicamente pueden conocerse unos iniciales elementos indiciarios.
Es por ello por lo que tanto el Tribunal Constitucional (SSTC 123/1997,
de 1 de julio, 165/2005, de 20 de junio, 261/2005, de 24 de octubre,
26/2006, de 30 de enero, 146/2006, de 8 de mayo y 72/2010, de 18 de
octubre, entre otras), como el Tribunal Supremo (SSTS de 6 de mayo de
1997, 14 de abril y 27 de noviembre de 1998, 19 de mayo del 2000, 11 de
mayo de 2001, 3 de febrero y 16 de diciembre de 2004, 13 y 20 de junio
de 2006, 9 de abril de 2007, 248/2012, de 12 de abril y 492/2012, de 14
de junio, entre otras) han estimado suficiente que la motivación fáctica
de este tipo de resoluciones se fundamente en la remisión a los
correspondientes antecedentes obrantes en las actuaciones y
concretamente a los elementos fácticos que consten en la correspondiente
solicitud policial, o en el informe o dictamen del Ministerio Fiscal,
cuando se ha solicitado y emitido (STS 248/2012, de 12 de abril).
La
“motivación por remisión” no es una técnica
jurisdiccional modélica, pues la autorización judicial debería ser
autosuficiente (STS 636/2012, de 13 de julio), pero la doctrina
constitucional admite que la resolución judicial pueda considerarse
suficientemente motivada si, integrada con la solicitud policial, a la
que se remite, o con el informe o dictamen del Ministerio Fiscal en el
que solicita la intervención, contiene todos los elementos necesarios
para llevar a cabo el juicio de proporcionalidad (por todas, STC
72/2010, de 18 de octubre), resultando en ocasiones redundante que el
Juzgado se dedique a copiar y reproducir literalmente la totalidad de lo
narrado extensamente en el oficio o dictamen policial que obra unido a
las mismas actuaciones, siendo más coherente que extraiga del mismo los
indicios especialmente relevantes (STS 722/2012, de 2 de octubre).
f) Contenido mínimo de la resolución
La Circular 2/2013, de la Fiscalía General Estado, señala al respecto
que el Auto motivado en virtud del cual se adopta la medida limitativa
debe contener
“con carácter general y sin perjuicio de las modulaciones derivadas
de las concretas circunstancias del caso, la resolución judicial
motivada debe extenderse a los siguientes extremos: 1) los hechos
investigados, o al menos, la parte de ellos respecto de los que es
precisa la medida judicial; 2) la calificación jurídica de dichos
hechos, esto es, el delito de que se trata 3) la imputación de dichos
hechos y delito a la persona a quien se refiere la escucha; 4) la
exteriorización de los indicios que el Juez ha de tener tanto sobre la
persona como sobre el acaecimiento de los hechos constitutivos de
delito; 5) el teléfono (o teléfonos) respecto del que se acuerda someter
a escucha; 6) la relación entre el teléfono (o teléfonos) y la persona a
quien se imputa el delito 7) el tiempo que habrá de durar la escucha,
esto es, el plazo máximo de la intervención; 8) el período (o períodos)
en los que se le debe dar cuenta al Juez del desarrollo de la escucha y
de los resultados que se vayan obteniendo; 9) la persona o autoridad que
solicita la medida o si se acuerda de oficio; 10) la persona o
autoridad que llevará a cabo la intervención telefónica (SSTS 864/2005,
de 22 de junio, 167/2002, de 18 de septiembre, 184/2003, de 23 de
octubre)”.(por todas SSTC49/1996, de 26 de marzo; 49/1999, de 5 de
abril, 167/2002,de 18 de septiembre; 184/2003, 259/2005, de 24 de
octubre y 136/2006, de 8 de mayo).
Este contenido mínimo, sin cobertura legal anterior, ha sido ahora
establecido en el art. 588 bis c.3 LECrim., que habrá de ponerse en
relación, respecto de las intervenciones telefónicas, con el art. 588
ter d.1 y 2 LECrim.
g) Principios ordenadores de la resolución
El art. 588 bis a.1 LECrim., enumera como principios rectores de la
autorización judicial los de especialidad, idoneidad, excepcionalidad,
necesidad y proporcionalidad de la medida, dedicando el resto de los
numerales a explicitar cada uno de ellos.
A la vista de lo anterior, y dado el contenido de cada uno, parece
que podrían resumirse o fundirse en dos: el principio de especialidad y
el principio de proporcionalidad.
En virtud de lo anterior, e íntimamente unido a él, la resolución
deberá expresar los presupuestos materiales de los que depende el juicio
de proporcionalidad. Estos vienen constituidos por los hechos o datos
objetivos que puedan considerarse indicios sobre la existencia de un
delito, la gravedad del mismo, y sobre la conexión de los sujetos que
puedan verse afectados por la medida en relación con los hechos
investigados (entre otras, STC 26/2010, de 27 de abril).
En este sentido,
"la relación entre la persona investigada y el delito se manifiesta
en las sospechas que, como tiene declarado este Tribunal, no son tan
sólo circunstancias meramente anímicas, sino que precisan para que
puedan entenderse fundadas y hallarse apoyadas en datos objetivos, que
han de ser lo en un doble sentido. En primer lugar, en el de ser
accesibles a terceros, sin lo que no serían susceptibles de control y en
segundo lugar, en el de que han de proporcionar una base real de la que
pueda inferirse que se ha cometido o que se va a cometer el delito, sin
que puedan consistir en valoraciones acerca de la persona. Esta mínima
exigencia resulta indispensable desde la perspectiva del derecho
fundamental, pues si el secreto pudiera alzarse sobre la base de meras
hipótesis subjetivas, el derecho al secreto de las comunicaciones, tal y
como la Constitución Española lo configura, quedaría materialmente
vacío de contenido" (SSTC 49/1999, de 5 de abril, 166/1999, de 27 de
septiembre, 171/1999, de 27 de septiembre, 299/2000, de 11 de diciembre,
14/2001, de 29 de enero, 138/2001, de 18 de junio, 202/2001, de 15 de
octubre, 167/2002,de 18 de septiembre, 184/2003, de 23 de octubre,
261/2005, de 24de octubre, y 220/2006, de 3 de julio).
Así pues, es exigencia constitucional el llamado
principio de proporcionalidad de la medida, juicio que el juzgador ha de realizar
a priori y siempre bajo el prisma de los tres criterios clásicos de idoneidad, necesariedad y proporcionalidad
strictu sensu,
todo ello en relación con un fin constitucionalmente legítimo (entre
otras, SSTC 207/1996, de 16 de febrero, y 169/2001, de 16 de julio).
Este juicio, resultado de la ponderación de distintos elementos tales
como los hechos, los sujetos, la intensidad-gravedad del presunto
delito, el bien jurídico a proteger, la relevancia social de la
actividad, y la existencia o no de adopción de otros medios menos
lesivos para alcanzar el fin propuesto (SSTC 202/2001, de 15 de octubre y
82/2002, de 22 de abril), ha de quedar de relieve y claramente expuesto
en la resolución, siendo la motivación del Auto elemento esencial del
mismo, pues el canon de la conformidad constitucional de esta motivación
es más estricto que en la pluralidad de los casos (SSTC 128/1995, de 26
de julio, 33/1999, de 8 de marzo, 14/2000, de 17 de enero y 169/2001,
de 16 de julio, entre otras). Tal es así, que
“la resolución judicial en la que se acuerda la medida de
intervención telefónica o su prórroga debe expresar o exteriorizar las
razones fácticas y jurídicas que apoyan la necesidad de la intervención.
Se deben exteriorizar en la resolución judicial, entre otras
circunstancias, los datos o hechos objetivos que puedan considerarse
indicios de la existencia del delito y la conexión de la persona o
personas investigadas con ellos, indicios que son algo más que simples
sospechas; pero también algo menos que los indicios racionales que se
exigen para el procesamiento. Esto es, sospechas fundadas en alguna
clase de dato objetivo, en el doble sentido de ser accesibles a terceros
para permitir su control y proporcionar una base real de la que pueda
inferirse que se ha cometido o que se va a cometer un delito (…). En
todo caso, y aunque lo deseable sería que la expresión de los indicios
objetivos que justifiquen la intervención quedase expresada directamente
en la resolución judicial, ésta puede estar motivada si, integrada
incluso con la solicitud policial, a la que puede remitirse, contiene
los elementos necesarios para considerar satisfechas las exigencias para
poder llevar a cabo con posterioridad la ponderación de la restricción
de los derechos fundamentales que la proporcionalidad de la medida
conlleva”. (SSTC 138/2001, de 18 de junio, 202/2001, de 15 de octubre,
82/2002, de 22 de abril y 197/2009, de 28 de septiembre).
Así pues, y tomando en consideración estos criterios emanados de la
doctrina constitucional, y reiterando la doctrina de la STS 635/2012, de
17 de julio, ha de concluirse que el principio esencial del que parte
la doctrina constitucional es que la resolución judicial debe explicitar
los elementos indispensables para realizar el juicio de
proporcionalidad y para hacer posible su control posterior, pero
obviamente la atribución constitucional de esta competencia a un órgano
jurisdiccional implica un ámbito de valoración que no es meramente
burocrático o mecanicista, sino de adaptación en cada caso del referido
principio a las circunstancias concurrentes por parte del Juez a quien
constitucionalmente se asigna la competencia (STS 301/2013, de 18 de
abril).
Si dicho juicio de proporcionalidad no es realizado correctamente y
en garantía del derecho fundamental, la medida devendrá en nula, y las
pruebas que de ella nazcan o se deriven, en virtud del art. 11.1 –inciso
segundo– de la Ley Orgánica del Poder Judicial, y la asentada
doctrina del “fruto del árbol envenenado”,
serán declaradas inadmisibles por su origen ilícito, y a tenor de la
conexión de antijuridicidad, también denominada prohibición de
valoración,
“supone el establecimiento o determinación de un enlace jurídico
entre una prueba y otra, de tal manera que, declarada la nulidad de la
primera, se produce en la segunda una conexión que impide que pueda ser
tenida en consideración por el Tribunal sentenciador a los efectos de
enervar la presunción de inocencia del acusado”. (SSTS 320/2011, de 22
de abril, y 988/2011, de 30 de septiembre),
pues según la STC 81/1998, de 02 de abril, el efecto anulatorio no se
deriva sin más de la conexión causal o natural entre la prueba ilícita y
la prueba derivada, sino de la conexión jurídica entre ambas, que exige
un examen complejo y preciso que va más allá de la mera relación de
causalidad natural, de tal manera que
“habrá que establecer un nexo entre unas y otras que permita afirmar
que la ilegitimidad constitucional de las primeras se extiende también a
las segundas (conexión de antijuridicidad). En la presencia o ausencia
de esa conexión reside, pues, la ratio de la interdicción de valoración
de las pruebas obtenidas a partir del conocimiento derivado de otras que
vulneran el derecho al secreto de las comunicaciones”.
Es esclarecedor a este respecto lo afirmado en la STS 811/2012 de 30
de octubre, que tras un estudio pormenorizado de la doctrina
constitucional, viene en señalar que
“es necesario que la prueba refleja resulte jurídicamente ajena a la
vulneración del derecho y en consecuencia que se aprecie alguna causa
jurídica de desconexión (descubrimiento inevitable, vínculo atenuado,
hallazgo casual, fuente independiente, ponderación de intereses, etc.)”.
A este respecto, no se trata de satisfacer los intereses de una
investigación meramente prospectiva, pues el secreto de las
comunicaciones no puede ser desvelado para satisfacer la necesidad
genérica de prevenir o descubrir delitos o para despejar las sospechas
sin base objetiva que surjan de los encargados de la investigación, por
más legítima que sea esta aspiración, pues de otro modo se desvanecería
la garantía constitucional (SSTC 49/1999, de 5 de abril, FJ 8; 167/2002,
de 18de septiembre, FJ 2; 184/2003, de 23 de octubre, FJ 11; 261/2005,
de 24 de octubre, FJ 2).
Es insuficiente, por tanto, la mera afirmación de la existencia de
una investigación previa, sin especificar en qué consiste, ni cuál ha
sido su resultado por muy provisional que éste pueda ser.
El contenido de estos elementos ha dado lugar a numerosas sentencias y
estudios doctrinales, que han ido conformando y consolidando el
proceder de la actuación jurisdiccional, de tal manera que fuera de su
estricta observancia la legitimidad constitucional de la intervención
decaería en vulneración del derecho fundamental (la STS 271/2011, de 13
de abril, hace un barrido muy completo de la jurisprudencia
constitucional y del Supremo en lo referente al contenido de dichos
presupuestos).
Así pues, y a modo de conclusión, si bien es cierto que los derechos
fundamentales no son absolutos, esto es, permiten que los poderes
públicos puedan realizar injerencias en ellos, no menos cierto es que
tales injerencias deben venir avaladas por razones de peso así como por
determinadas garantías legales, formales y materiales, siempre bajo la
última supervisión y control de los Tribunales, que habrán de plasmarse
necesariamente en la resolución judicial, debidamente motivada tras el
imprescindible juicio de proporcionalidad, que ha de ser concreto
respecto de la causa (hechos y sujetos), sin que quepa aplicar tal
principio en abstracto y sin concreción alguna, lo que conllevaría
inexorablemente la declaración de nulidad de la injerencia y las
consecuencias que pudieran derivarse de ella.